De entre las letras del posavasos, levanté la mirada y le vi aparecer, elegante como siempre aunque cabe decir que la elegancia no solo es un buen traje o un estilo al llevarlo; también son las formas y reconozco que las suyas, en muchas ocasiones, dejaban mucho que desear o, al menos, no se ajustan a lo que yo pienso que deben ser. No obstante, son salvables.
Todavía no sé por qué le dejaba acercarse a mí aunque creo, en realidad, que estábamos demasiado lejos o él se encargaba más de mantenerme así por propio interés. Sonrió. Apoyó su mano en mi cadera, moviéndola hacia el final de mi espalda, sin que ello derivara en un gesto in adecuado. Besó mi mejilla de forma muy delicada y me susurró algo al oído. No sé si fueron los nervios o que era su intención pero no creí sus palabras. Fuera cierto o no, simplemente le di las gracias acompañándome de una sonrisa. Bebí un pequeño sorbo de mi copa de vino. Me invitó a otra.
El efecto que producía su presencia sobre mí era como una especie de hechizo, capaz de sucumbirme en una fantasía de la que sí era consciente de despertar y que ello ocasionaría una especie de vacío. Quizá ese debiera ser el resultado, el mismo que unas palabras dichas o calladas a tiempo.
Él es de silencios. Sé manejarlos aunque se me enciendan llamas en el interior. Ambos lo sabemos y es un juego peligroso cuyas armas o reglas son de doble filo. En cambio, las miradas nos seguían dilapidando. Podría reflejarme en el verde gris de sus ojos, ahora irisado de un ámbar oscuro por las luces del local. Me desnudaba en cada uno de esos silencios, con cada uno de ellos. Se detenía en mi boca como si fueran los pechos firmes de una novicia. Yo, en contra, le miraba con descaro, casi con un a infinita arrogancia.
En el fondo le estaba retando.
Nuestras piernas se rozaban en cada cruce, frente a frente, y su mano buscó la mía. Nuestros dedos se entrelazaron para empezar a jugar.
No eran juegos inocentes. Los gestos seducían, provocaban, causaban su efecto. Parecían íntimos, intensos, símiles de un encuentro que iba más allá de la carne, rasgaban las entrañas, las empapaban, las hacían estremecerse.
Me perdía en sus huecos y le dejaba que se hiciera en el prelado de mi mirada. Un sorbo fue el grito de guerra. No sé si hubo palabra alguna pero la oscuridad anido bajo el toldo de mis párpados cuando sus manos anudaron el pañuelo de seda negra… Ahí mismo, ante todos…
Azul de Magdalia